La coherencia es una de las particularidades más significativas de un ser humano, y no necesariamente porque esté inclinada a la práctica del bien, sino porque simboliza un rasgo fundamental en la personalidad de los individuos.
Ser coherente se asienta en las prédicas que de algún modo involucran al ser social con el medio al que pertenece. De modo contrario, el incoherente actúa de espaldas a lo que se espera de sus líneas discursivas.
En el caso específico del comportamiento humano, una persona es coherente cuando es fiel a sus valores personales y sus acciones son un reflejo de sus propias palabras.
Una tarea difícil de congeniar, porque en ella consiste, precisamente, el reto de ser coherente hasta el fin de los días. No se puede ser coherente circunstancial, porque el devenir suele desnudar lo que realmente se esconde con deliberada intención.
Visto así, la incoherencia se torna desfavorable contra quien osa poner a prueba la inteligencia ajena. La incoherencia tiene el poder supremo de arrancar lo peor de quien la ejercita de forma descarada.
El mal hábito de hacer creer lo que choca con la realidad objetiva se agrava cuando alguien lo convierte en modelo de vida. Aunque parezca más virtud que una conducta aprendida, el ser humano capaz de concatenar sus dichos con hechos indudables y verificables legitima su autoridad moral frente a sus semejantes.
La forma de actuar del ser coherente lo coloca en el umbral de una credibilidad incuestionable e imperecedera, y genera créditos suficientes para ser objeto de respeto y reconocimientos reales.
Al incoherente poco le importan las consecuencias adversas de su proceder incongruente, porque sólo conoce un mundo donde la simulación es su bandera y el engaño su armadura letal, porque a su paso devastador mata confianzas y certidumbres.
Hacer lo que no se piensa ni cree carece de criterio lógico y racional, condiciones que deben acompañar toda acción humana, lo que inevitablemente produce una inconexión entre causa y efecto. Por eso la incoherencia se convierte en un vicio, una atadura que suele volver a su practicante un ser inescrupuloso, irónico y hasta carente de sensibilidad.
El incoherente es, entonces, inconsistente y mentiroso, y sus efectos dejan huellas imborrables que marcan y lastiman. Pero al final de cuentas, sus siluetas ineludibles lo hacen blanco fácil de delación, aún se esconda entre miles de sus iguales.
Las apariencias y dobleces que adornan sus acciones lo hacen presa de sí mismo. El manual de vida del incoherente tiene fecha apresurada de caducidad, con secuelas a veces muy dolorosas.
Más quien practica el sagrado arte de enlazar sus actos con sus pensamientos y convicciones acondiciona el terreno para hacer fecunda su existencia.