Las recientes inundaciones han dejado no sólo pérdidas económicas, sino también mucha tristeza e incertidumbre en muchas familias dominicanas.
El agua ha borrado límites, convirtiendo las calles en torrentes impetuosos y arrastrando consigo propiedades y sembradíos. Las imágenes desoladoras de vehículos sumergidos y hogares devastados nos enrostra una realidad innegable: el cambio climático no espera, y sus efectos exigen respuestas prácticas y efectivas. La solución a este desafío se vislumbra complejo.
Sin embargo, la magnitud de la tragedia no puede ser excusa para la inacción. Es tiempo de replantear estrategias, de buscar alternativas creativas e involucrar a todos los sectores en la búsqueda de soluciones viables. La vulnerabilidad ante estos embates del clima castiga siempre con más fuerza a los más desfavorecidos.
El Estado debe liderar con políticas públicas robustas que protejan a aquellos que están más expuestos a los estragos de estos fenómenos. La protección de vidas y la preservación de bienes deben ser prioridades inquebrantables en la agenda gubernamental. Más allá de las pérdidas materiales, estas catástrofes impactan emocional y psicológicamente a quienes las sufren. La incertidumbre del mañana se cierne sobre comunidades enteras, sembrando dudas sobre la posibilidad de recuperación.
La resiliencia se convierte en la clave para enfrentar este escenario, pero no puede ser sólo responsabilidad individual. Requiere un compromiso colectivo: solidaridad, apoyo y acción concreta. El cambio climático no espera. Es un desafío que demanda respuestas urgentes y una visión a largo plazo. La adversidad puede ser un catalizador para la innovación y la solidaridad. Debemos aprender de estas lecciones, actuar ahora y trabajar juntos para proteger a nuestra gente y a nuestro hogar común, para que las futuras generaciones no sufran las consecuencias.