Punta Cana. Especial para BávaroNews/Frank Rainieri. El 30 de mayo de 1961 inició como cualquier día para la mayoría de los dominicanos, que bajo la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo comenzábamos a buscar el aire de la libertad, los derechos humanos y las oportunidades de poder crecer social y económicamente.
Esa noche, con el ajusticiamiento del tirano, se convirtió en el ¡día de la libertad! Para nuestra familia, los Rainieri Marranzini, nuestro 30 de mayo comenzó mucho tiempo antes, un 20 de enero de 1960, cuando una llamada telefónica de alguien que se notaba muy nerviosa, dijo: “Tío Queco, necesito que vengas a mi casa ahora mismo”.
Al su tío Queco contestarle “estoy saliendo para misa ahora”, la voz le suplicó, “por favor, tío Queco, ven de una vez; es urgente”. Quien llamaba era Ramón Isidoro Imbert Rainieri (Moncho), a su tío Francisco Rainieri (Queco).
Al llegar Queco a la casa, Moncho le explicó que era parte del movimiento clandestino 14 de Junio, y que habían detenido a varios de sus compañeros y estaba seguro que vendrían por él en breve.
Pero el peligro mayor era que en la caja fuerte de la oficina de Moncho, localizada al lado de la de don Paco Martínez, cuñado de Trujillo, Moncho almacenaba, desde hacía varios meses, dinamita y armas que debieron haberse usado en un atentado que debió ocurrir el 28 de diciembre de 1959, y que se pospuso a la espera de unas armas que supuestamente iban a llegar de Venezuela. Y que nunca llegaron.
Papá salió a recoger a Celeste, la secretaria personal de Moncho, quien tenía llaves de la oficina y conocía la combinación, y juntos retiraron la dinamita y la tiraron al mar, en el basurero que quedaba frente a la Cervecería Nacional Dominicana.
Luego, fueron a Mezcla Lista, empresa de Moncho y don Paco Martínez, y donde trabajaba Antonio Imbert Barreras (tío Antonio), para tirar otros cartuchos de dinamita a un sumidero.
Al regresar a la casa, luego de cumplida la misión, ya el servicio secreto del tirano se había llevado para la cárcel de La 40 a Moncho. Unas semanas después, Moncho, junto a cientos de jóvenes dominicanos, fue trasladado de la temible cárcel de tortura de La 40 a la cárcel de La Victoria.
Durante un año y siete meses, hasta el 26 de julio de 1961, todos los jueves nuestra familia se trasladaba a La Victoria, a llevar comida y dinero a Moncho y muchos otros presos del 14 de Junio. Igualmente, recogían a familiares de presos que no tenían vehículos o que venían desde el interior y los llevaban a La Victoria. La solidaridad entre las familias era enorme; ¡el dolor de uno era el dolor de todos!
Así pasaban los meses. El 28 de mayo de 1961 fue Día de las Madres. En ese año de poca celebración para muchas familias dominicanas, en casa de mis padres se hizo, como de costumbre, un almuerzo familiar. Entre los que pasaron por casa estuvieron mi tío Julián Suero y tío Antonio Imbert.
Durante el almuerzo, conversaron sobre la cosecha de arroz en San Juan de la Maguana, y tío Julián contaba que estaban llegando camiones de arroz, casi diariamente.
El momento esperado
Dos días después, el 30 de mayo de 1961, en eso de las 6:00 de la tarde, tío Antonio Imbert, quien residía a cuatro casas de nosotros, llegó a ver a Queco y a decirle que esa noche era que iban a ajusticiar al tirano, y que lo llamaría luego del acontecimiento, tan pronto pudiese. Pues, había acordado con Queco (papá) que éste buscaría a los hijos de tío Antonio, Tony, Leslie y Oscar, y los llevaría a casa por motivos de seguridad, mientras se desarrollaban los acontecimientos.
Con esa cachaza de mi padre, éste le contestó que esa noche tenía sesión rotaria. Papó tuvo 42 años de asistencia perfecta. Tío Antonio le tuvo que repetir: ¡¡¡Queco, esta noche vamos a matar a Trujillo!!! Entonces papá le contestó, “Antonio, voy a ir al Club Rotario y me voy a excusar temprano, bajo el pretexto que comí algo al mediodía que me cayó mal, para esperar la llamada”.
Después de las 10:30 de la noche, la llamada llegó, y mamá y papá cruzaron adonde tía Guachy, para buscar a los hijos. Ahí se encontraron con doña Urania, la esposa de Salvador Estrella Sadhalá, que estaba con su hijo Luichi; Leslie y Oscar se habían acostado, y decidieron que esperarían hasta el día siguiente, a ver si la segunda parte del plan se lograría.
El día después
Al día siguiente, 31 de mayo, la ciudad amaneció con muchos rumores y un silencio absoluto. Las estaciones de radio y televisión pasaban música clásica. Ningún programa salió al aire.
El terror se apoderó de la ciudad; se instalaron ametralladoras y carros de asalto por todos los lugares estratégicos de la ciudad. Al mediodía, Tony, Oscar y Leslie cruzaron a mi casa, a refugiarse.
Esa tarde, la televisora estatal, en cadena con todas las emisoras del país, dieron cuenta del ajusticiamiento del dictador, y los nombres de los implicados en este hecho. El último en mencionarse, Antonio Imbert Barreras, ¡prófugo herido! Las fotos y datos de los héroes comenzaron a circular por todas partes.
Se le puso precio a sus cabezas. El Servicio Secreto ocupó la ciudad. Tío Antonio se había refugiado, luego de ser curado, junto al teniente Amado García Guerrero y a Salvador Estrella Sadhalá, en la casa de la doctora Gladys de los Santos, cuñada del doctor Durán.
Tío Antonio se dio cuenta que pronto el Servicio Secreto vendría donde la doctora De los Santos y decidió que ésta lo trasladase a las inmediaciones del Ministerio de Educación, en la Máximo Gómez, y lo dejase en una esquina, que él se iría caminando a otro refugio.
La doctora De los Santos insistía en que ella no podía dejarlo abandonado, pero tío Antonio le dijo, “a ti te van a detener, y si tú sabes dónde estoy, con las torturas te harán confesar”.
Caminando, Antonio Imbert se fue hasta la casa de tío Julián Suero, para tratar que en uno de los camiones que traían arroz lo llevasen a San Juan, y luego tratar de cruzar la frontera con Haití. Tío Julián le explicó que era imposible, que el tráfico estaba detenido y los pocos camiones que cruzaban eran revisados 4 y 5 veces, antes de llegar a San Juan.
Entonces, Antonio Imbert le solicitó que contactase a Queco, y le dijese que necesitaba que lo escondiese. Tío Julián fue donde papá y le contó la situación. Papá le dijo que regresara en dos horas. Al regresar, le dijo, “Julián, voy esta noche a las 7:00 de la noche a recoger en la marquesina de tu casa a Antonio. Dile que se monte rápido y ten la luz de la marquesina apagada”.
Entonces, fue a casa y le dijo a mamá que tenía que devolverle los niños a tía Guachy. Eso fue un pleito enorme: ¿Cómo devolverle los niños, cuando existía el peligro de que se los llevasen presos o los mataran? Pero papá no cedió. Mamá no tuvo más opción que llevarlos.
Tía Guachy solo le dijo, “nunca esperé esto de ti”. Eso le arrancó el corazón a mamá, pero papá no le dijo la razón para esta decisión. Con esto, quería alejar toda sospecha del Servicio Secreto de que él tenía escondido a tío Antonio. Lucía como otro más que les cerraba las puertas a los héroes del 30 de Mayo.
Pero esa acción contribuyó a que Antonio Imbert fuese el único superviviente de los ajusticiadores del tirano. Los siguientes 6 meses fueron claros y oscuros: ametrallaron a Antonio de la Maza y Juan Tomás Díaz, en un tiroteo en la Avenida Bolívar. Lo mismo ocurrió con el teniente Amado García Guerrero, en la avenida que hoy lleva su nombre.
Los demás, mas sus familiares, sufrieron cárcel y luego fueron asesinados por el hijo del tirano y su grupo, en Najayo. Pero el pueblo comenzó a levantarse. Pronto se crearon los primeros partidos de oposición, donde Unión Cívica Nacional y el 14 de Junio fueron relevantes en esos primeros meses; luego llegó el PRD.
El 26 de julio soltaron a Moncho y en los primeros días de agosto pudo salir del país a Puerto Rico. Justo seis meses después que papá escondió a Antonio Imbert Barreras, éste apareció en la ciudad. El compromiso era no decir dónde se había escondido ni quiénes lo habían escondido.
Esto se mantuvo en secreto hasta la muerte de mi padre, en 1989, cuando el historiador Bernard Diedritch por vez primera lo menciona. Los dueños de la casa que lo escondieron, la familia Cavaliagno, ni a mi padre le interesaba reconocimientos ni prebendas.
Sólo sentían que habían aportado un granito de arena a la libertad de la República Dominicana, aunque ambos eran italianos de nacimiento, eran dominicanos de corazón.