Como si fuera poco lidiar con miles de muertes y contagiados y una economía alicaída por los efectos demoledores de esta pandemia, el presidente Luis Abinader libra una batalla campal, cuerpo a cuerpo, con su propio partido.
Gente importante del PRM intenta ponerle una camisa de fuerza al primer mandatario, echándole en cara que fue llevado al poder por el trabajo realizado por esta organización y que, por tanto, son merecedores de un empleo.
En el otro extremo, pero con el mismo objetivo, están los que buscan poner contra la pared al presidente Abinader, para que tire a la calle a servidores públicos que no son de su parcela política.
Y es cierto, cientos de miles de ciudadanos apostaron al cambio con Luis en la conducción del Estado e hicieron hasta lo imposible para que asumiera las riendas de la cosa pública.
Estos reclamos se justifican en la idea equivocada de que el Estado es propiedad absoluta del partido que gana unas elecciones.
Esto explica que, por herencia de una praxis política retrógrada, en República Dominicana los cargos públicos se repartan en función de criterios personalistas, aplastando méritos y capacidades demostradas para ejercer una labor estatal.
Trabajar para que un dirigente político con las condiciones requeridas asuma la primera magistratura de un país, no es ni debe ser un aval para exigir, de forma vehemente, un cargo en el Gobierno. Verlo así, es soslayar, por ignorancia o conveniencia tampoco injustificables, la concepción objetiva de lo que es y representa un Estado.
Luis Abinader quiere que sus compañeros de partido entiendan que no son amos y señores del Estado dominicano, y que el interés de servir al gobierno que preside debe estar sustentado en arraigos académicos y éticos, que validen su postulación a un cargo en la Administración Pública.
Pero el gravísimo problema es que gran parte de sus correligionarios tienen una mirada diametralmente opuesta. Luis tiene planes de adecentar y honorificar el servicio público, pero en su partido hay quienes, desde su óptica reaccionaria y con preocupantes bríos legitimados en un triunfo electoral, se asumen arrendatarios del Estado por cuatro años.