BBC Mundo.- No sólo soñamos sino que roncamos, hablamos, nos reímos, gritamos, nos arropamos y desarropamos, y hasta pateamos, golpeamos, nos acomodamos y damos vueltas.
Pero así caigas rendido en una cama de acampar de menos de 65 cms. de ancho o en los 200 cms. de una super king, lo más seguro es que te levantes donde te acostaste, sin importar cuán agitada sea tu noche.
¿Por qué será que no nos caemos de la cama?
«Es fascinante pues pensamos que al dormir estamos completamente desconectados de lo que nos rodea, pero no: si alguien grita cerca, te despiertas», le dijo a BBC Crowd Science el profesor Russell Foster, de la Universidad de Oxford.
«Nuestros cuerpos siguen recolectando información vía nuestros receptores».
Y hay un sentido que definitivamente no se queda dormido.
«Es casi como un sexto sentido. Tiende a no ser tan bueno cuando somos niños -por eso algunos se caen de la cama- pero mejora con la edad».
De manera que no «perdemos el sentido» cuando nos quedamos dormidos, particularmente no ese que impide que despertemos desconcertados -y quizás magullados- en el suelo.
¿Sexto sentido?
En la cultura popular, el sexto sentido está asociado con la percepción extrasensorial, la clarividencia, la premonición, la intuición, la capacidad de comunicarse con un mundo habitado por ángeles y fantasmas.
Pero los científicos como Foster se refieren a uno menos esotérico.
Se llama propiocepción y los expertos lo conocen desde hace más de un siglo.
Estudios pioneros sobre él fueron realizados en el siglo XIX por algunos de los gigantes de la neurociencia: el francés Claude Bernard, «uno de los más grandiosos de todos los científicos», según el historiador de ciencia I. Bernard Cohen; el anatomista escocés Sir Charles Bell, cuya «Nueva idea de la anatomía del cerebro» (1811) ha sido llamada la «Carta Magna de la neurología»; y Sir Charles Sherrington, quien ganó el Premio Nobel en Fisiología/Medicina en 1932 y quien acuñó el término propiocepción.
Lo que no se supo con claridad hasta la segunda década de este milenio es cuánto dependíamos de él.
¿Lo quieres ver en acción?
Cierra los ojos y luego toca con el dedo índice derecho la punta del codo izquierdo.
¿Fácil? ¿Cómo lo hiciste?
De alguna manera sabías dónde estaba la punta de tu dedo y también conocías la posición de tu codo izquierdo.
Es más, podrías describir toda tu postura corporal sin necesidad de verla.
Esa es la propiocepción: la conciencia que tenemos de dónde se encuentra cada una de las partes de nuestro cuerpo en el espacio.
La propiocepción es posible gracias a señales neurofisiológicas de los receptores en nuestros músculos, tendones, articulaciones y piel que le informan al cerebro sobre la longitud actual y el estiramiento de los músculos, la rotación articular, los cambios locales y la flexión de la piel.
Así nos permite saber en qué dirección se están moviendo nuestras articulaciones, nos hace percatarnos de nuestra postura y equilibrio.
Es el sentido que, por ejemplo, te ayuda a recuperar el equilibrio cuando lo pierdes.
Aunque en ese caso hay otro que también juega un papel importante.
Imagina que tienes los ojos vendados y te inclino hacia adelante lentamente.
Inmediatamente sentirás que la posición de tu cuerpo estaba cambiando en relación con la gravedad.
Eso es gracias al sistema vestibular lleno de líquido en el oído interno, que nos ayuda a mantener el equilibrio. Ese sistema también nos brinda nuestra experiencia de aceleración a través del espacio y se vincula con los ojos.
Pero esos sí que no ayudan mucho a no caerse de la cama, pues están cerrados, así que no perdamos el curso.
Retomémoslo citando al profesor de kinesiología y neurología de la Universidad Estatal de Pensilvania, EE.UU., quien escribió en The Conversation que la propiocepción es «un componente clave de nuestro ‘sistema de posicionamiento global’, que es esencial en nuestra vida diaria porque necesitamos saber dónde estamos para movernos a algún lugar.
«La propiocepción nos permite determinar la posición, la velocidad y la dirección de cada parte del cuerpo, lo veamos o no, y así permite que el cerebro guíe nuestros movimientos».
Gracias a ello, cuando estamos dormidos, podemos movernos con toda libertad, pero sin rebasar las fronteras de la cama.