PUNTA CANA; Durante más de una década, mi labor como reportero se centró en temas de seguridad, especialmente en la seguridad ciudadana, la más activa y dinámica dentro de esta categoría. A diario, la espiral de crímenes y delitos ocupaba mis jornadas y pensamientos.
Enfrenté continuamente la dicotomía entre la imparcialidad periodística y mi inclinación hacia la justicia, una dualidad a veces muy compleja de lidiar. Recuerdo vívidamente entrevistas con padres destrozados, cuyos hijos habían sido abatidos en ¿enfrentamientos? con la Policía.
Sus sollozos y súplicas por un desenlace menos trágico resonaban en mis noches sin sueño. Me encontraba atrapado entre el deber de reportar objetivamente y la profunda empatía con quienes sufrían la pérdida de sus seres queridos. Esos padres, entre lágrimas, no sólo pedían justicia, sino humanidad en un sistema que, en ocasiones, parece carecer de ella. Me preguntaba: ¿por qué si las cárceles son para los que delinquen, muchos terminan muertos sin ser enjuiciados?
No, la respuesta no siempre resulta del cliché vestido de afirmaciones discutibles: intercambio de disparos. Mi compromiso con la imparcialidad no me impedía sentir y pensar. Cada historia relatada llevaba implícita la responsabilidad de mostrar todos los ángulos, de dar voz a los que, a menudo, eran silenciados por la violencia.
Por convicción, creo que la justicia no debe ser una mera aspiración, sino un camino que debemos construir cada día, y que no puede pavimentarse con la sangre de quienes, a pesar de sus errores, tienen derecho a un juicio justo. Mi verdadera lucha como periodista es contra la indiferencia y la injusticia. Y en esa lucha, defiendo con vehemencia que cada crimen debe ser juzgado, y que la imparcialidad y la justicia pueden, y deben, coexistir.