Las festividades navideñas nos regalan momentos únicos, no solo por el calor de las reuniones familiares, las fiestas y compartir con amigos, sino por la pausa que parece apoderarse de todo. Este año, decidí quedarme en Verón- Punta Cana para celebrar la Navidad, y experimenté una versión diferente de esta zona. El tráfico, usualmente dominado por automovilistas que parecían desafiar las leyes de la física y de la prudencia, cedió su protagonismo.
Por unos días, las calles lucieron tranquilas, seguras, casi irreales. Era como si los genios del volante, esos que se cuelan a toda velocidad entre autos bajo riesgo de ser rayados o embestidos, hubieran decidido tomarse sus vacaciones.
Mientras muchos viajaron para buscar tranquilidad, aquí la encontramos en la ausencia del ruido, la amenaza constante de los motoristas, de los buses amarillos y de las guagüitas rututeras. Las estadísticas nos restriegan a cada instante la vulnerabilidad de los automovilistas.
En su andar, mezclan prisa y cierta temeridad que termina por inflar los índices de accidentes. Pero en esos días festivos la percepción de seguridad se apoderó de las calles. Sin embargo, detrás de esa paz efímera se esconde la otra realidad.
Y es que ese movimiento agitado forma parte de la esencia de Verón-Punta Cana. Mientras disfrutamos la serenidad temporal, debemos asumir el compromiso de transformar la dinámica habitual en una versión más segura y armónica.
¿Por qué no trabajar para que la tranquilidad de la Navidad sea parte de nuestra realidad diaria, sin sacrificar el dinamismo que nos define?
Las Navidades en Verón-Punta Cana trajeron paz y nos dejan una lección: la seguridad y el bienestar no tienen por qué ser una excepción. Con pequeños cambios en conducta y mayor conciencia, podemos aspirar a un equilibrio donde convivamos sin poner en riesgo la vida.